Otaku Hen |
Brillante 11 - Se oye una canción Posted: 06 Dec 2015 11:38 AM PST Últimamente, como me he cansado de escuchar música en el metro, escucho audiolibros. ¡Es mucho más entretenido! ¿Que por qué lo comento? ¡Para distraeros! ¡Dentro nuevo capítulo! ¡Dualidad ante todo! Mycrof Holmes, el hermanito mayor, me invitaba a un baile. El susodicho iba a celebrarse cinco días después de la semana y media que tardé en aceptar las limitaciones humanas, darme por vencida con la dichosa carta y llamar a la puerta de Smithy para que me la leyera una vez me cercioré de que mi fiel sirvienta tampoco era capaz de traducir más allá del "Estimado señor Dantés de Campoamor". El traducelotodoinaitor funciona exclusivamente en el ámbito de la oralidad, y eso... eso no había extranjero que lo tradujera sin diccionario, y a ver quién es la guapa que se pierde por las calles hasta encontrar una biblioteca o una librería caritativa. Gracias por tanto, absurdas florituras inglesas. Huelga decir que Smithy se puso muy digno y todo eso. Sin embargo, como era de esperar de tan orgulloso doctorcito, cuatro zalamerías bastaron para desencadenar su perdón, la lectura y una riña conyugal espectacular. Pensé que me daba tiempo para meditar mientras la señora reducía su vajilla en la cabeza de su amante esposo, así que medité. ¿Debía asistir esta tu servidora a un probablemente esplendoroso baile victoriano? La respuesta es sí. Puede que la sensatez berreara, pero se acercaba mi cumpleaños y quería darme el capricho. Para espantar la depresión y esas cosas. La pequeña Amanda, que había acudido a salvar su taza favorita tras el estallido del primer vaso hecho añicos, se sentó a mi lado en el sofá, donde me encontraba masticando bombones suizos con la carta en una mano y el siguiente bombón condenado en la otra. Sin mirarme, con la cabeza en mi dirección, inició un pestañeo sin pausa ni sosiego que le daba aspecto de epiléptica. - ¿Has estado pegando la oreja a la puerta, bella Amanda? Hizo mohín de morritos. - No... Se me subió la sonrisa, para nada taimada ni sospechosa. - ¿Quieres ser mi acompañante? ¡Menos mal que solo quedaba entera la tacita de Amanda! Nos costó mil y un ruegos de la niña, un toqueteo del fofo trasero de Smithy y un bofetón de su señora que poco más y me mueve las muelas del sitio, pero a las seis de la tarde ya la estaba recogiendo en carruaje. No dejó de parlotear alegremente ni un solo minuto de la hora que duró el trayecto, salvo en las cinco ocasiones en las que cogió aire a pulmón abierto. No la escuché. ¡Iba bellísima! Aún no podía vestir de largo ni peinarse como una adulta, pero estaba claro que o ella o su madre sabían sacar partido a las faldas cortas. Era un vestido de brocado blanco y mangas cortas redondas, complementado con largos guantes de seda del mismo color que le llegaban por encima del codo, una capa de lazos ambarina y un collar de plata sencillito. Para redondear, la señora se había esforzado en peinarle dos trenzas que se unían cual lazo castaño tras el cuello, con perlas aquí y allá... que ella ya se había deshecho. Si bien me consideraba a mí misma muy atractivo, así con o, con el frac y los relucientes (e incómodos) zapatos nuevos que me había comprado para la ocasión, confieso la punzada de envidia. ¡Qué vestido...! Y yo ahí tan masculina y con la cicatriz al aire gracias a mi peinado de flequillo para atrás y coletita en la nuca mediante un lazo de cinta verde oscura. Dicha envidia se me pasó en cuanto un mayordomo de levita azul marino nos abrió las puertas del salón. El salón dorado. De paredes en blanco y oro, con espejos entre tramo y tramo en marcos de plata, ébano, marfil, separados por grandes jarrones que estallaban en flores variadas sobre mesitas a juego con el cromatismo general. De techos altos como cuatro Sherlocks cuajados de lámparas de araña, centelleantes, de cristal. Cuánta fastuosidad. Había en varios extremos de la sala un grupo de mesas redondas engalanadas con manteles bordados llenas de comida, bebida y más flores. ¡Cómo si hiciera falta! Había montones de sirvientes pululando por la sala con bandejas de champán, vino y demás. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue el amplio, amplísimo espacio central vacío de todo, salvo del suelo ajedrezado. Allí danzaba la gente al son de la música de la pequeña orquesta que tocaba en un rincón, en una coreografía perfecta. Antes he dicho que se me pasó la envidia, cosa que se explicaría sola si como yo, lector, vieras con tus ojos de siglo XXI lo mismo en lo que los míos se fijaron tras el impacto inicial de la belleza. ¿Qué vieron? Al principio, hombres y mujeres pasándoselo bien, conversando, empinando el codo. Pronto... Hombres, impecablemente vestidos, sí, incluso elegantes y con buena postura, pero en su mayoría viejos, gordos, feos, de barba generosa sembrada de canas. Mujeres bellas y otras menos agraciadas, todas diferentes, pero iguales: emperifolladas, engalanadas, cuidando al detalle aspecto y figura. Vi a caballeros ignorar al resto, los vi comerse con los ojos a las damas o comentar y reír cosas que a juzgar por los gestos no debían de ser educadas. Vi a las señoras recibir las miradas e hincharse como pavos, las vi medirse unas a otras, las pillé contemplando a insignes ingleses y fruncir la sonrisa cuando los susodichos les ponían o quitaban los ojos de encima. Olí la pestilencia de un batiburrillo de mil perfumes fuertes emanando de los cuerpos. Vi cómo Amanda, de mi brazo, erguía la columna y se preparaba. Me percaté de que se veían las unas a las otras como competencia, de que esas mujeres consideraban que su único valor era su belleza y casabilidad, de que vivían su vida en torno a la de esos hombres que eran a todas luces sus amos, y me pareció tan hueca y miserable... De modo me di cuenta de que no había motivo de envidia. También me percaté, hecha la reflexión, de que la mayoría de los asistentes nos estaban mirando ya fuera de frente como de soslayo como mediante uno de los muchos espejos y que algunas señoras de mala sangre fijaban la vista en mi cara para acto seguido reírse escondiendo los labios en una mano de guante y anillos. A esas les lancé un beso con extra de guiño. Hicieron un ¡oh! Luego me dirigí al mayordomo que mayordomeaba a los de las bandejas, un hombrecillo espigado, con pinta de muerto de dos días, para preguntarle si Mycroft había dejado dicho algo sobre recibirme antes o después. Antes de dignarse a contestarme, me contempló de arriba a bajo e hizo un chasquido con la lengua. - No. - se le llenó la boca. - Vaya, pues es verdad eso que dicen de que los criados son incluso más estirados que sus amos. ¡Con lo difícil que parece! - le comenté a mi acompañante - Se lo tienen muy creído para ser de un estrato social aún más bajo que el mío, ¿eh? - Amanda soltó una risita, por lo visto le gustaba que me metiera con el servicio. Al idiota le dio un tic en la ceja - Querida, ¿me harías el honor de bailar conmigo como la dama que eres mientras este ignorante espera la inevitable reprimenda que merece? - Siempre que no nos lo perdamos cuando le den con el palo, querido. - añadió la tunanta a la par que posaba la mano enguantada sobre la que yo le extendía, con alevosía, ante las narices del espigado, que parecía fijarse en la falta de callosidades. Aunque una no tenga nada que demostrar, ya que la fama me precede nunca está de más dejar que la boca sea bocazas. Dimos vueltas hasta la pista de baile y allí estreché cintura y mano ajenas para dar muchas más. ¡Intuyo que te estarás haciendo preguntas, lógico lector! No, no sé bailar un vals, pero en primero de bachiller el profesor de Educación Física nos enseñó a bailar Rock&Roll. Nuestra clase se caracterizaba por el exceso de féminas y esta tu narradora y una amiga suya decidieron ser pareja de baile fija. Como ella, al igual que Amanda, era una de esas poquitas excelentes personas que son más bajitas yo, y yo soy práctica hasta la médula, aprendí los pasos de los chicos. Me parecían más fáciles. No, no iba a bailar un vals adaptando los movimientos que recordaba. ¿Por qué? Porque esas vueltas interminables que daba todo el mundo podrían parecer facilonas, pero hiciera lo que hiciera no iba a pasar inadvertida, así que de perdidos al río, quería ver qué cara ponían. Amanda no se hacía una idea de lo que íbamos a llamar la atención. Por último... No, no me preocupaba el contacto físico que entraña el movimiento danzante, dado que gracias al regalito del Holmes joven y a mi experiencia cosiendo disfraces (o mejor dicho, cosplays), ya no debía temer que nadie sintiera las protuberancias femeninas de la mitad superior. - Mm~. - me elogió Amanda tras caer mareada sobre mí cuando la giré sobre sí misma. Dicho sea de paso, había aprovechado para añadirme un par de músculos y abdominales de nada... A nadie iba a extrañarle que el infame Leonardo Dantés de Campoamor sustituyera la barriguilla por algo más duro cuando iba a asistir a un salón rebosante de damas para todos los gustos. Fue por la coherencia. Sí, ¡la coherencia! Porque alguien con fama de mujeriego no debería... ¡Es que yo cuando me pongo, me pongo! Pero hay cosas más importantes en esta historia a las que prestar atención, ¿vale? Como por ejemplo que Amanda apenas se quejó de que la zarandeara de aquí para allá sin ritmo ninguno para con la música (quizá porque no le importaba lo que se dice mucho llamar la atención), o que dicha música se parecía horrores a la de La Bella Durmiente. Prácticamente igual, lo juro, pongo la mano en el fuego. Ni pude ni quise evitar canturrear. - Eres tú el dulce ideal que yo soñé... - ¡tirorí! - ¡Eres tú! Tus ojos me anegan de dulzuras de amor... Amanda me apretó el hombro mientras yo me la pasaba de un brazo al otro y dábamos el paso tan-tan-tán. Pensaba que se agarraba para no caerse cuando la vi toda ojos melodramáticos que brillaban a la luz de las lámparas de araña, románticos, acuáticos... ¡Oh, Dios mío! ¿¡Eso eran lágrimas?! - Debí haber previsto que no podrías resistirte a mis mozos encantos, ni a mi juventud, ni a mi sin par belleza juvenil de la joven juventud... - aleteó primorosamente las pestañas perladas - ¡Nadie podría! - ¿Al mirarte así, el fuego incendió mi corazón? - yo, como siempre. - ¡Oh, oh, Leo! No he debido alentarte, no he debido darte falsas esperanzas... No puedo corresponderte. - Ah. - yo estaba cantando y eso. - Aspiro a ascender en el escalafón: mi esposo será un noble, ¡o un príncipe! ¿Te imaginas, Leo? ¡Yo, reina! - qué forma de hablarle a tu presunto enamorado. - No esperaba menos de ti. Empezó a lloriquear sin que los cuatro pies dejaran de moverse. No era un insulto ni nada. ¿Por qué será que cada vez que canto se me castiga? Oh. Injusticia. - Pero podemos ser amantes. Ahí ya me resbalé y nos caímos con estrépito, de tal forma que esta desdichada que ahora te narra sus penas acabó encima de la muchacha con quien pocos años se llevaba única y exclusivamente en lo que al físico respecta. De alguna forma logré poner por delante los brazos y no aplastarla. Lleno su autoproclamado rostro de joven belleza juvenil de un rubor arrebatado y lagrimillas varias, Amanda me agarró por las solapas del frac, tiró de mí y me plantó un beso en los morros. Unos treinta segundos más tarde, que son muchos, no dudó en aprovechar que todavía estaba grogui para atizarme un tortazo tuercemuelas al más puro estilo de la que la trajo al mundo, me echó a un lado a empujones, me llamó guarra... Y se fue corriendo y llorando como la perfecta adolescente soñadora, dramática y hormonal que era. ¡Qué recuerdos! Qué picante humillación. Me acordaré toda la vida de cómo me pasé media hora de reloj frente a la mesa de los pastelitos que no me iba a comer ni aunque el azúcar glas formase Cómeme (básicamente porque no me gustan) con un champán en la mano que no me iba a beber ni aunque sus burbujas dibujasen Bébeme (porque el gas me desagrada y el sabor de los licores me hace arrugar la nariz), cavilando sobre lo hermosamente estúpida que es Amanda. Y preocupada por mi sexualidad. Preocupación que se acentuó con los acontecimientos siguientes. Oí una risilla de mujer adulta a mi vera. Desganada, giré la cabeza con claras intenciones de ladrarle a quien fuera, pero me percaté de que eran dos señoras que conversaban cerca con inocencia. Una de ellas, de espaldas a mí, era una dama de cabello cobre bruñido alta y esbelta, me sacaría una cabeza. La otra, también de estatura considerable, poseía un rostro de facciones armónicas como de estatua griega, si bien el puente nasal no caía recto de su frente, cosa preferible, y las orejas no eran pequeñas. Tenía los ojos y el cabello negros, el cuello largo y se le notaba el hueso en la garganta. - Señorita Alice Liddell... Mandíbula al suelo. - Se lo recuerdo una vez más: señora Liddell Hargreaves Taylor. Claro, estábamos en 1881, llevaría un año casada. Hundí las manos en los bolsillos interiores del frac, rebusqué, palpé todo mi cuerpo hasta sacar un lápiz y un papel para acercarme cual autómata con ellos en ristre, con las pupilas haciendo chiribitas. - ¿A-a-autógrafo? ¡Qué pena no haber tenido un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas conmigo! Pero qué sensación haber insistido e insistido e insistido y que ella se viera obligada a firmármelo con tal de quitarse de encima al loco de turno. El hecho de que poco después me llamase el mayordomo con cara de vinagre y me condujese a la biblioteca donde me esperaba en solitario el motivo de mi asistencia sentado en un butacón grande como él fue eclipsado totalmente. Y es que no se puede comparar haber conocido a la mismísima Alicia fuera del espejo con conocer al hermano mayor del detective asesor, por mucho que este perteneciera también al grupo de personajes históricos que se cruzaban en mi camino para darle un vuelco poco compasivo a mi corazoncito. Además, Alicia era hermosa como un cuadro, mientras que el señor Mycroft, en toda su elegancia, era... err... contentémonos con que era mucho más alto y voluminoso que su hermanito. O no, qué diantres: era un armario barrigudo de cejas pobladas y con entradas. No había color. Pese a tanta comparación y decepción, me acerqué y le tendí la mano para saludarlo. Pero tuvo que abrir la boca. - Es usted una mujer. ¡Holmes hijos de...! Continuará... ¡El baile y el señor detective asesor aparecerán en el capítulo 12! Ahora bien, tengo que ponerme con los trabajos finales de cuatrimestre, así que no sé muy bien cuándo podré publicarlo. Ya empiezo a oír las sierras eléctricas. XD |
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